Es de todos sabido el hecho de que la arquitectura tiene una finalidad dual: debe satisfacer la necesidad humana de espacios habitables, pero a la vez tiene el difícil compromiso de crear objetos estéticos y trascendentes. Ambos fines sirven a una sociedad que, a pesar de tener necesidades muy apremiantes, todavía sabe distinguir y apreciar la belleza.
Desafortunadamente, en nuestros días y siguiendo la herencia del movimiento moderno, se aprecia una disociación entre estos fines y, como consecuencia, tenemos a los arquitectos alejándose cada vez más de sus clientes en un afán de crear monumentos a sus egos que solamente ellos comprenden y a un sector inmobiliario que carece de gusto y que solamente le interesan amplios márgenes de ganancia. Mientras tanto, el entorno urbano se degrada sin remedio, los gobiernos no se ponen de acuerdo acerca de lo que debe permitirse y lo que no, y los habitantes de las ciudades, que ahora son la mayor parte de la población mundial, se conforman con ser rehenes en esta interminable batalla.
Lejos están los días en que los espacios públicos eran el orgullo de los ciudadanos. Épocas en las cuales las formas de la ciudad hablaban de la armonía en ideas y en objetivos. Recordemos que las formas tradicionales de la ciudad eran respuesta al modo de vida de sus habitantes, y sin caer en la monótona igualdad del desarrollo de vivienda industrializada de hoy, sabían mantener un sabor y un carácter propio. Los colores igualmente hablaban de unidad y buen gusto (como aún hoy puede apreciarse en muchos poblados coloniales con sus tonos derivados de la tierra).
Hoy, nuestro paisaje urbano está compuesto por un lamentable surtido de colores y formas que atienden solamente a los deseos de atención de los íconos de las grandes corporaciones y probablemente de los mismos arquitectos.
Así como cada época se identificaba por una forma dominante (pensemos en las pirámides de las culturas primitivas en Asia y América o los arcos de los romanos), nuestro tiempo probablemente pasará a la historia por su falta de definición. Las formas pareciera que se han agotado, y cualquier antifilosofía es válida con tal de salir de lo convencional y hacer experimentos de vanguardia en "ciudades de laboratorio" con toda clase de resultados. Así como vemos ahora muy loables intentos de reinterpretar las influencias culturales locales por parte de jóvenes arquitectos que consideran la integración urbana como valor fundamental, tenemos también caprichosas formas de estructuras que parecen "caídas del espacio", por su falta de interés y respeto en la sociedad que las tolera.
¿Qué ha pasado, por otro lado con la vocación de servicio del constructor del hábitat humano? Muchos críticos de la ciudad actual han señalado que, nos guste o no, nuestro entorno no es construido ya por arquitectos. El problema de la vivienda popular se ha resuelto en muchos países con toda clase de estrategias, menos las del diseño y el buen gusto. Proyectos estereotipados, de espacios cada vez más reducidos y para clientes anónimos, llenan los pocos espacios abiertos disponibles en la ciudad y sus bordes. Eso sin tomar en cuenta a tantos nuevos desarrollos residenciales en donde la autoconstrucción es la respuesta al carecer de alternativas.
Gran parte de la culpa la tenemos los mismos arquitectos, que nos hemos distanciado de proyectos que, atendiendo a las necesidades reales y muy concretas de nuestros clientes, no nos permitirían salir del anonimato que le espera casi siempre al que sabe integrar su obra a su entorno.
En otro artículo hablaremos acerca del papel tan especial que le queda por desempeñar al tristemente célebre rascacielos en el futuro, pero si señalaremos que la historia está llena de testimonios a la vanidad humana, que creyendo que el presente es el único momento digno de perpetuar en la ciudad, deja de crear satisfactores y empieza a crear ideologías inhumanas, que espera imponer a la sociedad mientras silenciosamente destruye su historia.
La esencia de la ciudad es lo trascendente, la herencia de siglos de desarrollo, los colores, texturas y formas propias de su cultura, pero sobre todo, los espacios públicos, que no tienen dueño y como tales no deben ser víctimas de constructores que han olvidado su vocación. El arquitecto actual debe pues, servir de manera primordial a su cliente último, la sociedad, sin olvidar que la búsqueda de formas nuevas, legítimo afán de la arquitectura actual, debe responder de manera comprometida a la cualidad de permanencia de la obra construida, y no a la moda o filosofía del momento.
Bienvenido sea el cambio, entonces, mientras sepa atender a esta dual responsabilidad con nuevas propuestas y reconozca el valor de tantos artistas anónimos que en sus creaciones de días pasados, pero tal vez vigentes aún, han creado nuestro entorno actual.